jueves, 13 de marzo de 2008

LAS INVASIONES INGLESAS DEL RÍO DE LA PLATA

A principios de 1806 una escuadra inglesa mandada por el comodoro Home Riggs Popham con una fuerza de desembarco a bordo arrebató a los holandeses la colonia de Cabo de Buena Esperanza. Popham, que mantenía una estrecha relación con el revolucionario venezolano Francisco de Miranda, se decidió entonces a consumar un proyecto largamente acariciado: la captura del Río de la Plata, plan que si bien había sido considerado en su momento por el recientemente fallecido Primer Ministro Pitt, sería llevado a cabo sin órdenes del gobierno británico. Popham convenció al jefe de las tropas terrestres que le facilitara el Regimiento 71 de Highlander a cambio de una sustancial parte del botín que esperaba obtener: a esta tropa se sumarían los marines embarcados y parte de la guarnición de Santa Elena, todos ellos bajo el mando del coronel William Carr Beresford. Enterado de la presencia en Buenos Aires de caudales a la espera de ser embarcados para España, Popham decidió asaltar dicha ciudad en lugar de Montevideo. Al anochecer del 25 de junio de 1806 los británicos desembarcaron en Quilmes sin encontrar resistencia alguna: sumaban apenas 1.641 hombres que se aprestaban a capturar una ciudad de 40.000 habitantes. 
Al día siguiente una fuerza española intentó detener el avance enemigo, siendo batida con facilidad: el armamento y entrenamiento de la guarnición de Buenos Aires eran deplorables, lo cual volvió a confirmarse en la mañana del día 27 cuando se mostró incapaz de impedir el cruce del Riachuelo. El virrey Sobremonte, que no había querido armar a la población por miedo a una insurrección, abandonó la ciudad junto con los caudales, mientras los británicos hacían su entrada triunfal. Cediendo a la exigencia de Beresford, el Cabildo solicitó al virrey el retorno del tesoro, que sería embarcado y paseado triunfalmente semanas después por las calles de Londres: este hecho indujo al gobierno británico a aprobar a regañadientes la desobediencia de Popham y enviar los refuerzos urgentemente requeridos por Beresford. 
No tardaron en surgir iniciativas para expulsar al invasor: por un lado Sobremonte, que reunió en Córdoba 2.500 hombres y emprendió la marcha hacia Buenos Aires; por otra parte diversos grupos de vecinos y habitantes de la campaña; finalmente, una expedición organizada en Montevideo y comandada por Santiago de Liniers, marino francés al servicio de España. 
El 1° de agosto Beresford dispersó en Perdriel a una fuerza de gauchos reunida por Juan Martín de Pueyrredón, pero no pudo gozar mucho tiempo de su éxito: días después Liniers desembarcaba en Las Conchas, sumándosele pronto numerosos voluntarios. El día 10 dichas fuerzas alcanzaron los suburbios de Buenos Aires y, tras dos días de lucha, los ingleses se vieron obligados a recluirse en el Fuerte y finalmente rendirse. Al malhadado Sobremonte, cuyo ejército se hallaba entonces a cuarenta leguas, se le impidió el ingreso a la ciudad: fue reemplazado por Liniers, quien no tardó en emprender un vasto programa de reclutamiento en previsión a una segunda invasión enemiga. 
No se equivocaba. Refuerzos enemigos provenientes de Sudáfrica y Gran Bretaña, al enterarse de la reconquista de la ciudad, procedieron a capturar Maldonado en la Banda Oriental y emprender seguidamente el asedio de Montevideo. A pesar de la decisión de los defensores, la falta de cooperación entre el gobernador Ruiz Huidobro y el virrey Sobremonte y el pobre entrenamiento de los milicianos resultaron fatales: el 3 de febrero de 1807 Montevideo caía en manos del enemigo tras un sangriento asalto. 
Reforzadas por un contingente al que originariamente se había confiado la conquista de Chile, las fuerzas británicas se aprestaron entonces a emprender el ataque contra Buenos Aires, siendo ahora su comandante el teniente general John Whitelocke. El 28 de junio 9.000 soldados desembarcaban en la Ensenada de Barragán y comenzaban la marcha hacia la capital. 
Enterado de la noticia, Liniers decidió equivocadamente librar una batalla en campo abierto, colocándose además de espaldas al Riachuelo. Sin embargo, el enemigo vadeó dicho obstáculo aguas arriba, obligando a Liniers a contramarchar apresuradamente. El 2 de julio tuvo lugar el combate de los Corrales de Miserere, en el cual la férrea disciplina de la infantería inglesa se impuso sobre las bisoñas tropas hispanas: en la confusión, Liniers perdió el contacto con su ejército y pasó la noche refugiado en una casa mientras los dispersos llevaban la alarmante noticia a la ciudad.  
Afortunadamente intervino entonces el alcalde Martín de Álzaga, quien con gran energía organizó un anillo defensivo de cuatro cuadras en torno a la Plaza Mayor que incluyó la construcción de trincheras provistas de artillería y el despliegue de soldados y vecinos en las azoteas. De regreso en la ciudad, Liniers aprobó los preparativos y rechazó un ultimátum de Whitelocke. El comandante británico tomó entonces la fatídica decisión de dividir sus fuerzas en trece columnas que marcharían a través de la ciudad: los soldados llevarían sus mosquetes descargados a fin de no caer en la tentación de responder el fuego enemigo y demorar el avance. 
A las seis y media de la mañana del 5 de julio un cañonazo dio la señal de ataque. Al principio las columnas inglesas no encontraron mayor resistencia, pero pronto fueron blanco de un fuego mortífero: contrariamente a lo esperado por Whitelocke, la población civil no sólo no se encerró en sus casas sino que colaboró decididamente en la defensa, arrojando todo tipo de proyectiles sobre el enemigo: la arquitectura colonial, con sus macizas puertas, sus ventanas enrejadas y sus azoteas con barandas, se reveló una formidable aliada de los defensores. Tras dura lucha, que incluyó el combate cuerpo a cuerpo con bayonetas y cuchillos, los británicos conquistaron la Plaza de Toros en el Retiro y la Residencia en el flanco sur de la ciudad: sin embargo, las columnas centrales fueron diezmadas y, tras intentar hacerse fuertes en diversos edificios, finalmente debieron rendirse.  
Al día siguiente, viendo la imposibilidad de tomar la ciudad y constatando la desmoralización de sus tropas, el comandante británico se decidió a capitular, comprometiéndose a evacuar Buenos Aires en el término de diez días y Montevideo en dos meses: a cambio le fueron devueltos los prisioneros, incluídos los de la primera invasión que habían sido dispersados por el interior del país. A su regreso, el infortunado Whitelocke fue sometido a una corte marcial y expulsado del ejército, una medida sin parangón en Inglaterra durante las guerras napoléonicas. 
El exitoso rechazo de las invasores tuvo enormes consecuencias: en primer lugar, el combate callejero con intervención de la población constituyó una novedad en los cánones militares, anticipándose un año al heroico y encarnizado sitio de Zaragoza; en segundo término, despertó entre los criollos la noción de su verdadero poderío, lo cual desembocaría tres años después en la Revolución de Mayo; por último, el fracaso de la invasión del Río de la Plata marcó el final de las pretensiones inglesas en el continente sudamericano.

Mario Díaz Gavier

1 comentario:

Anónimo dijo...

Buenísimo Mario!!! Te felicito.
Espero que este nuevo canal de comunciación que pones a disposición de los que apreciamos tu trabajo (y tu persona je je)tenga el éxito que se merece.

Excelente la selección de textos.

Un cordial saludo desde Madrid
Mariano Palacios